“Y se bebe el sol
que huele a duende
María va.”
que huele a duende
María va.”
Antonio Tarragó Ros
–Hijo, no caces pajaritos porque te va a llevar el Pombero –solía decirme mi madre con frecuencia. Es el único consejo que ella me daba porque donde yo vivía no existían calles de asfalto. Por ahí no pasaba un alma. No obstante, mi rebeldía sobrepasaba mi metro y pico de niño de siete años. Así que a la hora de la siesta, cuando ella dormía, salía en búsqueda de aventuras.
En mi mente precoz, vivir en medio del campo era motivo de travesuras: destruir los hormigueros con una ramita, abrir el capullo de los bichos canastos, liberar a las moscas de las telarañas, atrapar los renacuajos de un charco. Pero lo que más me gustaba hacer era cazar pajaritos. Francamente, no me gustaba matarlos, sólo intentaba asustarlos. Pero mi puntería era tan mala que, a menudo, los pájaros en lugar de huir espantados, se acercaban aleteando y chillando como humillándome. Entonces me invadía una furia implacable y, empuñando la gomera, lanzaba una lluvia de piedras, a veces provocando una verdadera masacre.
Aunque me proponía volver a casa antes de que mi madre despertara, mi pasión por la cacería de pájaros era tal que muchas veces llegaba ya entrada la noche. En esas ocasiones siempre volvía con un ramo de viboreras –unas flores violetas que crecen en los campos– que entregaba a mi madre como para mitigar su enojo.
Ella me recibía preocupada. En un principio había dicho frases del tipo “Cómo se te ocurre andar chiveando a estas horas” o “No sabés la clase de bichos que andan por ahí”. Pero como tales palabras no hacían mella en mis oídos, con el correr de los años, su voz se había ido debilitando a tal punto de que, al final, sólo dejaba escapar un triste suspiro entrecerrando los párpados.
Mientras yo me desvestía y contaba mis aventuras como un loro barranquero, ella ponía las flores mustias en un vaso y calentaba agua para bañarme. En esos momentos, yo fingía que entraba en el baño y la espiaba. Ella, abatida, lloraba en silencio. Mi corazón se llenaba de amargura pero, como todo niño, al otro día nada había ocurrido para mí. Así, a excepción de algún detalle inusual, las mismas escenas se repetían una y otra vez, día tras día.
Así transcurría sin mayores sobresaltos, mi niñez en medio de toda esa naturaleza… y mi madre. ¡Cómo extraño a mi madre! Sus abrazos. Sus caricias.
En cierta ocasión, se me había metido en la cabeza conseguir a un zorzal vivo. Ya no me importaba atrapar jilgueros, corbatitas, cabecitas negra o brasitas que, al final, terminaban muriéndose al sol sin agua ni comida. Tampoco quería otro cardenal para reemplazar al que se había escapado –de hecho, creo que mi madre le abrió la jaula para no verlo sufrir–. Mi nueva obsesión era un zorzal.
Cada mañana, cuando caminaba hacia la escuela, escuchaba su canto. Mi corazón daba un vuelco de alegría, pero mis esperanzas de atraparlo se iban con el sol de la tarde. Por eso, decidí que debía faltar a la escuela para encontrar al codiciado pájaro. Para llevar a cabo mi plan, tenía que prepararme bien. Mientras mi madre tendía la ropa, intenté poner una trampa de pájaros en mi mochila, pero ocupaba demasiado espacio. Así que me decidí por la gomera. Como mi puntería había mejorado, le daría en un ala. Así podría atraparlo vivo.
A la mañana siguiente, como todas las anteriores, mi madre me puso el guardapolvo y la mochila y yo la despedí con un beso. Caminaba silbando alegremente. Frente a mí aparecieron dos caminos bien conocidos. A la izquierda, estaba el que atravesaba el campo y llegaba al monte; a la derecha, el que me llevaba hasta la escuela. Sonreí con picardía por un instante y tomé el camino más coherente para un niño de siete años.
Una vez en el monte, me escondí tras un árbol y esperé al incauto cantor. Los vuelos y los gorjeos de los otros pájaros no conseguían distraer mi atención. Esperé toda la mañana. Ya estaba por rendirme cuando lo descubrí cantando en una rama cercana. Sigilosamente, me agazapé, coloqué la piedra en la gomera, apunté y disparé. Un golpe seco detuvo su canto. Mientras caía desde las alturas, corrí para atraparlo. Pero cuando llegué al pie del árbol donde cantaba, no lo hallé por ningún lado. Era como si el pájaro nunca hubiera existido. . Entonces volví a oírlo un poco más lejos. Me interné en lo profundo del monte, donde los árboles apenas dejaban pasar la luz de sol. De repente oí el crujido de unas ramas secas a mis espaldas y me di vuelta sobresaltado. El pájaro se dejó oír de nuevo, sólo que esta vez su canto parecía falso. Quizás estaba herido de muerte o quizás yo estaba cansado. A medida que las horas transcurrían, mi fatiga era mayor. El calor era insoportable y no tenía agua. Ni siquiera había llevado la gorra. Intenté volver a casa, pero me desmayé antes de que pudiera salir del monte.
Cuando desperté, advertí que estaba entre rejas. Me encontraba en un rancho grande, quizás el más grande que he visto. Un hombre viejo y feo reía amablemente, mientras mascaba tabaco y tomaba caña. A un costado vi las ropas de mi padre y su escopeta. Pero mi cansancio era tal que los ojos se me cerraban. Cuando los volví a abrir me hallaba a unos pasos de mi casa. Mi madre estaba junto a la puerta mirando el horizonte. Me acerqué a ella. Me miró con una profunda tristeza y me cerró la puerta. Fue entonces cuando entendí que había perdido la inocencia, que mi niñez se había ido para siempre. Habría deseado que una bala atravesara mi corazón en ese momento. Pero lamentablemente no la hubo nunca. Ni una piedra. Nada. Mi castigo fue ver morir a mi madre sola, sin mi padre, sin su hijo. Hubiese querido gritar su nombre, pero no lo recordaba. Mi corazón apenas dejaba escapar un gemido dulce y melancólico como el lamento de un acordeón. Entonces miré el cielo insondable, abrí mis alas y volé.