La
pena del viejo
“Ni se te ocurra
salir, no sea cosa que te lleve el viejo de la bolsa”, me advertía mi abuelo a
la hora de la siesta. Y aunque él era el que dormía, era yo quien soñaba con el
aspecto de ese extraño personaje.
Después de
tantos años, aún recuerdo sus palabras. Claro está que,en aquel entonces, yo no
las tomaba en serio. ¿Cómo creer semejante cosa?
Desde que mi
abuelo
falleció, vivimos en la ciudad. Pero eso nunca me ha impedido regresar
los fines de semana. Volver al campo siempre fue una aventura. Allí me sentía
libre como un pájaro al que le habían abierto la jaula. Quienes hayan crecido
en el campo, saben bien de lo que estoy hablando.
Aquel día había
terminado las faenas rurales, antes de lo habitual. Por eso decidí recorrer el
campo, más allá de nuestra hacienda. Con el mate en una mano y un libro en la
otra, crucé el alambre de púas. Después de haber hecho cierto trecho, me tendí
a los pies de un gran ombú y comencé a leer. Apenas abrí el libro, un rumor
lejano me hizo levantar la vista. Un extraño remolino se acercaba trayendo un
olor insoportable. Cuando se detuvo,me vi frentea un anciano desgarbado y
malhumorado que, tan pronto como me vio, gritó como loco:
—¡Deme
to’ o lo achuro!
Tímidamente le
ofrecí el mate que estaba tomando. Era lo único que tenía.
—La
pucha que ha cambiao la cosa, che—murmuró con cierta melancolía y me
preguntó—: ¿Ta güeno?
—Más o menos —respondí,temblando
de miedo, mientras estiraba la mano para alcanzárselo.
—Venga pa’aca, chamigo. Deje’edespeluzarse’e
una ve. ¿Que nunca vio un fantasma?
—No —contesté
atónito.
—Güeno. Se ve que no ha andao por estos
pagos.
—¿Quién es usted?
—Soy, mejor dicho era. En realidá, me decían
“el Viejo Vizcacha” —respondió orgulloso.
—¡Creí que sólo
era un personaje! ¡De este libro!—exclamé sorprendido.
—¡No, canejo! Alguna véjui de carne y güeso.
Aura ni a carroña llego. Déjeme que le cuente, m’hijo. Mi verdadera historia,
la que naidessabe. Pero antes deme unos cimarrones que aunque ande penando ya
se me ha secao el garguero.
Y, entre mate y
mate, me contó toda su vida. Yo lo escuchaba atentamente.
—Lo que no entiendo
es por qué está aquí —le dije,con curiosidad,en un momento.
—En vida, juimuy chafalote ysotreta. Hice
tanta’e las mías que ni el mesmo Mandinga me quiere. Por eso, aura andocomo
encomienda’e pobre.¡Cómo extraño mis galgos!¡Al gurí que nunca jue mío!Güeno, me
viá’cer la tarde—interrumpió su relato, mientras destapaba una botella de
ginebra y bebía un trago seco. Hizo una mueca y continuó—: ¿Sabe, m’hijo? ¡Estoy tan
arrepentio! Ojalá hubiera podio terminar de decirle la’ cosa’ al gurí.
En sus ojos vi una
tristeza tan honda como jamás había visto en mi vida. Conmovido, le pregunté:
—¿Qué le habría
dicho a su hijo?
De la bolsa que
llevaba al hombro, sacó una guitarra y de su alma arrancó un lamento:
—Uno piensa que no hay na’
que
perder si na’esd’uno.
No
hay mal más inoportuno
que
llegue la hora’e la muerte
e
lo que ti ha tocao en suerte
hasdao
en peladera d’uno.
No
olvide que lo ma’güeno
e’
la vida que te han dao.
Aunque
te dejen ladiao
hay
que alzarse’e la tierra.
Esta
vida es una yerra
onde
to’ somo’ marcao.
—Usted sí que es
buen payador—celebré animándolo a seguir.
—¿Qué m’está pasando? ¿Cómo dijo que se
llama?—me preguntó alarmado.
—Aún no le dije.
Soy Santos Fierro —me presenté.
—Usté es el nieto de… ¡Gracias, m’hijo!—exclamó
feliz, mientras se disipaba iluminado por los últimos rayos del atardecer.
Era casi de
noche cuando desperté con el libro sobre mi cara. El mate descansaba ya frío
sobre el pasto. Antes de cerrar la tranquera, me pareció ver una figura:
—Viste. Te dije
que existía —dijo sonriendo mi abuelo, antes de desaparecer entre las sombras.
Elio Waldemar Garciarena
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