Piedra libre
Las escondidas no es un juego que me
guste, en realidad creo que nunca me gustó. Cuando era pequeña con mi padre lo
jugábamos todo el tiempo, pero yo siempre perdía y, por más que buscara en
todos lados, nunca lo encontraba. Mi papá tenía su secreto. Jamás olvidaré esas
tardes jugando, buscando a mi papá por todos lados, y siempre el juego
terminaba igual….siempre terminaba llorando porque mi papá se había ido.
Todos los domingos por la tarde eran iguales, y siempre dentro de mí tenía
la esperanza de encontrarlo y ganar el juego. Antes de que el reloj indicara
las 4 menos cuarto mi papá me decía: “¿quieres que juguemos a las escondidas?”
y yo siempre contestaba emocionada con un “¡sí papi!”. Otra vez me encontraba
contando en un rincón de la pared. 1, 2, 3, 4, 5, 6,7, 8, 9…Y ¡10! – grité- ¡Te
voy a encontrar papá!
Caminé lenta y sigilosamente hasta la habitación de mis padres, me agaché y
me fijé debajo de la cama, pero no había nada. Caminé un poco más rápido hacia
el comedor y me fijé bajo la mesa…nada. Me dirigí hacia el living y miré en el
pequeño baño que teníamos pero, nuevamente, no había nada. Apresuré mi paso y
fui hacia la habitación de mi hermana; otra vez, no había señales de mi papá.
Me fije detrás de cada cortina de la casa, pero nuevamente nada. Desesperada
corrí hacia mi mamá que estaba en la cocina.
-
Ma, ¿Viste a papá?
-
No hijita-
mirándome con cierta tristeza en sus ojos- Ve, tal vez lo encuentres- me alentó
-
De acuerdo.
Y así seguí buscando en cada rincón de la casa, pero no lo encontré. Debía
enfrentarlo: siempre era lo mismo, nunca
iba a cambiar, siempre iba a perder. Resignada y llena de tristeza me iba a mi
cama y me acostaba en ella, y esperaba a que el tiempo pase, que los días
transcurran, que mi papá regrese, que vuelva a ser domingo y que vuelva a pasar
lo mismo.
Pero al siguiente domingo, a las 4 menos cuarto no pasó nada. No estuvo la misma
pregunta de siempre “¿jugamos a las escondidas?”, no estuvo la misma respuesta
ni la misma desilusión al terminar el juego. El domingo fue diferente. Los tres
nos subimos al auto y luego de unos minutos nos detuvimos frente a la vieja
estación de trenes, nos bajamos del vehículo y caminamos hasta estar a unos pasos de las
vías. El aire que circulaba en aquella estación de trenes estaba lleno de
tristeza, de lágrimas y despedidas. A lo lejos se escuchó el tren que anunciaba
su llegada.
- nosotros también te amamos – le dijo mi madre dándole un
beso.
- te voy a extrañar papi- dije con mi inocencia de 5 años
- yo también mi vida- contestó con un tono melancólico y me
abrazó.
Me dio uno de esos abrazos de despedida que están llenos de dolor y te
quedan gravados en la piel. El tren se detuvo frente a la estación. Mi papá nos
dio una última mirada y se dio la vuelta para subirse al viejo y destartalado tren. En cuestión de minutos la locomotora comenzó
a moverse nuevamente y mi padre, desde su asiento junto al vidrio, se despedía
con la mano. No sé si fue un impulso o las ganas de subirme e irme con él, solo
sé que me encontraba corriendo junto al
tren como si mi vida dependiera de ello. Corrí, corrí y corrí hasta que ya no
pude más y simplemente me quedé allí parada como una estatua, viendo cómo el
tren se alejaba. Ahora sólo debía esperar que pasen los minutos, las horas y
los días para que mi padre vuelva de trabajar y escuchar su voz diciendo “¿jugamos
a las escondidas?” y yo, como una tonta ilusionada, respondiera “sí papi”.
Ese es uno de los momentos que más me acuerdo de mi niñez, a veces cuando
simplemente cierro los ojos, las imágenes aparecen en mi cabeza como si se tratasen de una
película…
Aymará Jazmin Pastorino. 14 años. Escuela
Normal.
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