martes, 21 de febrero de 2012

El niño de las estrellas - Por Elio Waldemar Garciarena

El niño de las estrellas


“El carro volaba como una gran nube empujada por los vientos [...]
Apenas la muchedumbre, presurosa, les vio llegar como un segundo sol y con tan rápida marcha, el aire fue rasgado con potentes gritos de alegría, lanzados por ancianos, mujeres y niños.”

Valmiki. El Ramayana.

Aún recuerdo cuando miraba el cielo infinito y me preguntaba si habría niños en las estrellas. Esas noches, mi abuela se acercaba y, con ternura, me mostraba las constelaciones. También me hablaba sobre el Gran Río que surcaba el firmamento, separando nuestro mundo del de los Dioses. Después descubriría que aquel río celestial del que me hablaba mi abuela era en realidad una galaxia.
Mientras que mi abuela era el Corazón del pueblo y podía comunicarse con los Dioses, mi padre era la Cabeza y de él partían todas las órdenes. El resto de los habitantes eran escribas, artesanos, navegantes, pescadores, cazadores y labradores. Éramos felices porque vivíamos en armonía con los Dioses, con los demás y con nosotros mismos.
Sin embargo, un día mi abuela nos advirtió que los Dioses bajarían del cielo a nuestro mundo. Pese a que sus palabras siempre habían sido tomadas en serio, muchos no le creyeron ya que pensaban que el descenso de los Dioses era sólo un mito. Pero nadie dudó cuando en medio de agua, fuego y rayos, aparecieron carros de metal volando insólitamente en el cielo. Hubo quienes rezaron y cantaron extasiados ante la llegada de los Dioses. Por primera vez en mi pueblo cohabitó la alegría y el terror ante un encuentro que viviría en nuestras memorias por siempre.
Uno de los carros voladores descendió a la tierra. Sus alas contenían signos extraños. Entonces, de su interior salió una criatura diferente a las que habitan en nuestro mundo. Su cuerpo era similar al nuestro ―estaba constituido por dos brazos y dos piernas―, pero su piel era muy blanca y en lugar de una cabeza poseía un gran ojo en el que reflejaba todo a su alrededor. Una especie de exoesqueleto cubría su espalda.
Se desplazaba con tanto esfuerzo que, por momentos, parecía que iba a caer bajo el peso de su cuerpo. Repentinamente, de su ojo salió una voz agitada pero no pudimos comprender que nos decía. Luego de varias horas, mediante sonidos musicales logramos entender que el mundo de dónde provenían había sido destruido y que necesitaban un hogar.
Conscientes de que la profecía se había cumplido, los recibimos con bailes, cánticos y regalos. Felices en compañía de los Dioses nos dormimos.
Cuando despertamos los Dioses nos dijeron que querían una ofrenda de mirra, incienso y canela. No entendimos qué eran. En nuestras tierras no existían semejantes cosas. Entonces con un abanico de destrucción nos robaron nuestros tesoros, secuestraron a las mujeres, asesinaron a los hombres y esclavizaron a los niños. Mi pueblo no se rindió sin dar batalla. Los que consiguieron escapar, liberaron a los prisioneros y les declararon la guerra a los invasores. Soy el único sobreviviente de mi familia. Aún ignoro si hay existen otros.
Tratando de buscar respuestas, me acerqué a uno de los carros de metal. Mi rostro se reflejaba levemente en el cristal de la escotilla. Súbitamente una mano se posó del otro lado del cristal coincidiendo con mi propia mano. Bueno, casi coincidiendo. Porque se trataba de un niño de las estrellas. Parecía que ambos estábamos frente a un espejo, contemplándonos a nosotros mismos, contemplando al otro. Ninguno de los dos teníamos hogar, ninguno de los dos sabíamos quiénes éramos. No importaba que su piel fuera blanca y la mía azul, o que sus manos sólo tuvieran cinco dedos y las mías siete, o que él me viese con dos ojos y yo con tres, o que él hablara con palabras y yo con notas musicales o que él me escuchase con orejas redondeadas y yo con orejas puntiagudas. Éramos dos niños perdidos en la inmensidad del universo. Nuestros planetas eran apenas puntos de luz. Nuestras vidas eran apenas el titilar de una estrella.
Mientras desaparecía el tercer sol en el horizonte, nos sentamos a ver el último atardecer en una amistad cómplice. Después de todo éramos hermanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario